Texto: Lorena Valdivia Delgado
Fotografía: Adolfo Martínez
Es
sábado por la mañana y el mercado de San Jorge de Morelia es un jolgorio de
risas, gritos de “va el golpe”, mil olores, pregones, empujones y gamas de
verde, naranja, rosa y morado, cuyos nombres precisos solo son conocidos por
pintores experimentados. Es un tropezar de los sentidos con formas y objetos
inimaginables que datan de antes de la vieja Valladolid, con niños llorando y
música por doquier.
Marina se detiene por segundos antes de entrar por la puerta
principal, sin quitarse los lentes oscuros que lleva puestos desde que salió de
su casa hace más de media hora; aprieta la agarradera de la jaula de traslado que
lleva, la pega instintivamente a su flanco derecho, respira hondo y se va por el
pasillo lateral.
Con un breve “buen día”, dicho casi al viento, pasa rápidamente los puestos de fruta tan perfecta que parece de cera; el de las flores que hoy le recuerda la capilla ardiente en que velaron a su marido; el negocio de doña Laura con piñatas, jaulas para canarios y pericos, canastos de diversos tamaños, y el local de don Artemio con su enorme variedad de yerbas medicinales secas y frescas, repleto de hojas de maíz, de plátano, de Hoja Santa y de acelga para los tamales.
Finge ver la fruta cristalizada presentada en bateas al
maque, en curiosos envoltorios de plástico y de papel china para no toparse con
las señoras que venden comida y tortillas recién salidas del comal. Dobla a la
derecha, murmura nuevamente un saludo a sus dos vecinos de comercio y se
detiene ante una puerta doble,
muy parecida a su ánimo: madera apolillada con parches verdes, marcos de
cristal de tono ahumado y un crespón negro en la parte superior, obra de algún
amigo piadoso –y metiche- que le retuerce aún más su terrible pérdida. Tal
vez no debería quitar el moño aún, pero
ocupa la percha para colgar la jaula de Cronchi, el cuervo que ella y su marido
criaron desde que era un polluelo y que todos los vecinos, con no poco asombro
y resquemor, vieron crecer mientras hacía gracias y balbuceaba varias palabras
cuando lo traía de visita.
Deja la jaula en el piso, saca la llave de su cartera
y la mete en la cerradura empujando una de las puertas. Entra, se quita los lentes oscuros, deja la
bolsa y su chal en una de las sillas, prende la luz y el ventilador de techo para
disipar el olor a yerbas y a encerrado; se devuelve a la entrada, recoge la
jaula y la cuelga en la percha.
Se acerca a la estufa, comprueba que hay gas, toma una de las grandes teteras, la lava, la llena de agua en el pequeño fregadero y la pone a hervir. Enseguida abre una alacena y saca la cafetera roja para el espresso, la enjuaga, le pone agua limpia, agrega dos cucharadas de café, cierra con fuerza y la deja sobre otro quemador que prende rápidamente. Por costumbre saca dos tazas y las pone sobre el pequeño mostrador, al darse cuenta de su error tiene el impulso de tomar una y guardarla, pero decide que hoy servirá, como siempre, café para dos.
No
resulta fácil adivinar la edad de Marina, es una de esas personas que aparenta
cincuenta, pero bien podría tener cuarenta, sesenta o setenta. Su estatura no
sobrepasa el uno sesenta, tiene un cuerpo
delgado y aún no se joroba al caminar. Lleva siempre ropa oscura; su falda
larga sisea mientras se mueve por la cocina y desde la entrada se escucha el
taconeo de sus botas, se había arremangado el suéter de cuello alto hasta el
codo mientras lavaba y puede notarse que sus manos son pequeñas, pecosas, de
dedos largos y de uñas cuidadas. Tiene el cabello largo, castaño oscuro y
ondulado del que asoman algunas canas.
Cada mañana se baña temprano, desayuna una taza de avena con pasas o arándanos y una fruta con el primer café del día, riega sus plantas mientras su cabello se seca un poco. Después de un rato se hace una cola de caballo, le pasa una rosca de tela, pone otra liga para cubrirla y va tomando porciones de pelo que se envuelven alrededor para formar un chongo flojo que prende con pasadores y con una pequeña peineta de plata. Se deja el fleco de un lado y pasa un mechón rebelde por detrás de la oreja, toma un pedazo de jitomate, lo exprime con una mano, separa las semillas y se unta el líquido en un lado y en otro de la cabeza alisando suavemente.
Tan pronto termina su peinado, sigue un viejo ritual familiar: cada
día limpia el cepillo usado, hace un pequeño ovillo con los cabellos
encontrados y lo entierra en cualquiera de sus macetas. La abuela, su mamá
Antonia, tiraba estos sobrantes en el fogón –aún quema su nariz el olor a
chamuscado- o los metía entre los agujeros de la cerca de adobe; si no lo hacía,
cuando muriera regresaría a este mundo a “juntar sus pasos” y no podría entrar
al cielo hasta recuperar cada pelo caído; vivía convencida de que si se dejaban
sin quemar o sin enterrar, cada cabello se convertiría en serpiente o podrían
ser usados para provocarle algún mal. Mientras realiza esta labor no puede
evitar una breve sonrisa al recordar las creencias de su mamá Antonia y se
sorprende con la imagen que le devuelve el espejo: Unos ojos verdes que ya no
lucen tan apagados como en los últimos días, una nariz pequeña que ha dejado de
estar roja e hinchada y una boca de labios delgados a los que pasa un labial de
color neutro.
Vuelve de sus cavilaciones con el silbido de la
tetera, la destapa, toma un manojo de ramas de cedrón de una guirnalda que cuelga
de la pared, lo enjuaga y coloca en el agua que hierve, tapa nuevamente, deja
hervir dos minutos más y apaga. El café también está en su punto, retira del
fuego, lo vierte sobre las dos pequeñas tazas y se sienta. Da un primer sorbo y
no puede evitar una lágrima que se limpia rápidamente.
Por inercia había puesto una de las ollas grandes al fuego, ya que vender tés preparados para diversas dolencias era parte de su negocio, aunque no estaba segura si abriría al público este día. Se surtía del pequeño huerto que cuidaba en la azotea del negocio y de sus colegas del mercado, con quienes intercambiaba cualquier faltante.
El mercado era una comunidad que funcionaba con base
en la confianza mutua, sus integrantes no tenían reparo alguno en ir con Marina
por chiquiadores de malva o ruda, pasadas
levemente por el comal para el dolor de cabeza, acompañados de una taza de té
de cedrón, manzanilla o chocolate en agua; para el mal de orín y para la gripa tenía
siempre lantén fresco y cola de caballo, para la tos hacía su propia mezcla:
orégano, flores de camelina, espinocilla, gordolobo y miel de abeja. Tenía
estafiate y toronjil para la mala digestión, yerba maestra para los corajes o
malas impresiones, borraja para los dolores menstruales, sábila para las
quemaduras y para mejorar el cutis, azafrán y diente de león para el riñón, lentejilla
y ortiguilla para las alergias, hojas de camote del cerro y romero para cuidar
el cabello, hoja santa para inflamaciones de la matriz, tomillo para el estrés,
para el mal de amores y otros varios usos, toloache en fomentos calientes para
desinflamar, distintos tipos de salvia, perejil, yerbabuena, epazote, mirto de
tres clases, hojas y flores de granado, lavanda, níspero y sáuco, palo dulce,
flores de San Juan, San Nicolás, cempasúchil, ombligo de reina, hibisco y
dedalera; anís, Santamaría, orégano, yerba rompe-piedras, toronjil, uña de
gato, floripondio, entre muchas otras plantas, tinturas, geles, aceites, pomadas
y uno que otro “consejillo mujeril” por lo que era muy solicitada.
Es un día de finales de noviembre y está fría la
mañana. El cuervo sale de su jaula, la trepa y se queda buen rato observando a
su alrededor, cuando se harta o le da hambre vuela hasta la gatera que le han
instalado cerca de la escalera que lleva al segundo piso. Baja de cuando en
cuando con pequeños saltos hasta la mesa o al pequeño mostrador, grazna, ladea
la cabeza para que le hagan “piojito” y
sus oscuros ojos se entrecierran mientras dormita.
Cada vez que lo dejan en la droguería, acompaña a Marina a la azotea por un baño de sol. Mientras ésta riega, selecciona, corta y acomoda plantas, Cronchi permanece amarrado de una de las pihuelas que tiene en sus patas, le dejan una larga piola para que se mueva con cierta libertad, pero cuidando que no llegue hasta los maceteros. De otra manera sucedería un desastre parecido al de hacía unas cuantas semanas: escarbó la tierra de cuanta macetas alcanzó, se comió tanto raíces como lombrices por igual y Marina tuvo que perdonarlo, pues a pesar de algunas pequeñas travesuras, era ya considerado como de la familia.
Marina
había terminado Historia cuando tenía veintitantos y enseguida hizo un par de
cursos de Herbolaria y cosmética naturalista, impulsada siempre por dar sentido
a la parte académica respecto de la validez de las fuentes utilizadas en la
sacrosanta carrera, en contraste con los
relatos y remedios que escuchaba de su abuela Antonia –hija de una yerbera
huichola- y de su mamá desde que era
pequeña.
Recuerda con agrado y amor las primeras visitas al
rancho de la abuela en el cual no había ninguno de los servicios básicos, por
tanto, le sigue asombrando el haber caminado en total oscuridad y atravesar un
pequeño arroyo para ir de la casa de los tíos a la de la mamá Antonia, sin haber
tenido miedo-. Iba de la mano de su hermana mayor —quien venía de visita
mientras estudiaba la universidad en Guanajuato— y con primos que no ha vuelto
a ver en casi 50 años. No hacían fogatas, solo prendían “aparatos”, los famosos
mecheros de latón, rellenados continuamente con petróleo y prendido el
consabido cordón para alumbrarse alrededor de la cocina de adobe.
El agua para uso diario era recogida en cubetas de metal, del manantial que brotaba de una especie de cueva a pocos pasos de la casa de Antonia, ya viuda cuando Marina era niña. Ahí mismo, en la oquedad de la roca, había una pequeña plataforma que servía de base para bañarse con la ayuda de un pocillo de peltre desportillado, solo había que tener cuidado en quitar las minúsculas sanguijuelas que salían de vez en vez.
Por otro lado, en la casa que habitó Marina en su
infancia sí había servicios, rudimentarios, como el foco que colgaba en la
cocina y en las tres habitaciones que se utilizaban, pero no en el cuarto de
baño con un cajón como letrina, al final del enorme patio que era mandatorio
atravesar en aquella vieja construcción de adobe de los años 40. Ir al baño de
noche era todo un reto después de la cena en la que María, su mamá, había
contado por enésima vez,
a petición de los numerosos hermanos y hermanas, las historias del muerto con
cuatro dedos en una mano que se le subía a un pariente para decirle al oído el
lugar del entierro de monedas de oro y plata; de cómo su bisabuela encontró por
casualidad a la hija perdida (la mamá Antonia) en el pueblo de Manuel Doblado,
de las peregrinaciones anuales a San Juan de los Lagos a caballo para pagar
alguna “manda”; de los colgados en los sabinos del río en tiempos de la
Revolución; de los coyotes que echaban
chispas rojas por los ojos y el hocico y de los naguales que se llevaban las
gallinas y los sacos de maíz y frijol, además de una que otra muchacha.
Más emocionantes aún eran las narraciones de la mamá Antonia, a la luz mortecina del fogón de adobe y de los dos “aparatos”, entre el humo picante de la leña y del cigarro Faro de la anciana que no alcanzaba a salir por la tronera en la esquina alta de la cocina. Entre bocados y tos, fluía la voz cansada y cariñosa que devanaba una vez más las curaciones milagrosas con yerbas, ungüentos, fomentos calientes, emplastos, ventosas y rezos que había llevado a cabo; asimismo, las historias de naguales que hacían el mal y de los pocos que quedaban que curaban transformándose en algún animal, según fuera la enfermedad fría o caliente.
El trajinar del mercado devuelve a Marina a la realidad. Mientras toma el segundo café –el que servía a su marido cada día que la acompañaba unos minutos mientras abría su negocio y le ayudaba a organizar un poco-, como en sueños recuerda el momento en que recibió de su abuela la peineta de plata que aún usa diariamente y las ocasiones en que mandó a dormir a los demás chiquillos que las acompañaban para llevarla a uno de los cuartos donde los niños no podían entrar. “Marina –le decía su abuela- lo que aquí verás y practicarás no puede ser sabido por nadie más, corres el peligro de que se te confunda con bruja y serías apedreada sin compasión. El conocimiento que ahora te entrego es para el bien, viene de muchas generaciones atrás, tú sabrás cuándo utilizarlo y un día, como yo, lo pasarás junto con la peineta de plata a quien tú elijas”.
De súbito, Marina trae a la memoria el haber bebido un
té en estas ocasionales “pláticas”, le parece sentir olores y sabores
familiares mientras llega en tropel la evocación de los rezos para invocar el
tonalli de los ancestros, de los árboles y de las piedras veneradas. Cierra la
puerta de su local.
En ese momento “sabe” cuáles son los ingredientes de
la bebida y va a prepararla. Mientras hierve el agua para la tisana, corre a
buscar uno de los códices estudiados hace una eternidad y el inventario de
magos y brujos que del mismo hizo López Austin en el sesenta y siete. Con té y
libros sube a la azotea y se sienta a leer por horas. El día se acaba, el
horizonte se tiñe de naranja y coral, toca su peineta de plata, bebe a pequeños
sorbos su té, murmura para sí, acaricia a Cronchi mientras le quita la cuerda
que lo sujeta.
Los vecinos de los negocios contiguos ven azorados cómo Cronchi vuela entre ellos y se pierde entre los puestos de flores del mercado. Ninguno pudo ver que los ojos del cuervo ahora eran verdes.
Lorena Valdivia Delgado
Historiadora, profesora de preparatoria, universidad y
posgrado. Ha incursionado en las modalidades presencial, semi-presencial y
virtual; las clases que más ha disfrutado enseñar por muchos años fueron las de
los Talleres de Lectura y Redacción, Literatura, Inglés, Filosofía,
Comunicación y por supuesto, las diferentes asignaturas de Historia y
Educación, ya que, como afirma en sus propias palabras “me permitieron
emprender proyectos que fomentaban la lectura y la escritura en los jóvenes a
través de carteles, vídeos, música, folletines, presentaciones de reseñas de
libros en diversos formatos digitales y periódicos escolares, entre otros.
Soy –añade la autora- una asidua lectora y, lógico,
ensayista de escribidora casi a diario, he asistido a talleres literarios y soy
parte de un club de lectura de escritoras mexicanas por vez primera desde el verano pasado.
Divido el tiempo libre entre mi familia y amigos, las
lecturas, la escritura de poemas y relatos cortos, las plantas medicinales y
flores que cultivo en un pequeño espacio, todo permeado desde las memorias
familiares de generaciones pasadas y presentes y por supuesto, desde la
experiencia de ser historiadora, todo con el fin de pintar y tejer los sentidos
a esta enorme suerte de encontrarme de paso por este controvertido y genial
mundo”.
Adolfo Martínez
De acuerdo al artista de la lente, “realizar la
interpretación del cuento de Marina fue una tarea complicada".
"Al principio quería que fuera lo más fiel posible pero
tenía la gran tarea de buscar un cuervo y debido a la falta de éste, utilicé
una representación simbólica mediante la jaula cubierta de un manto negro.
Para realizar la representación leí el cuento varias
veces y en el proceso se me vinieron imágenes de algunos fotógrafos mexicanos
como Graciela Iturbide, Manuel Álvarez Bravo, Tina Modotti. Entonces elegí
algunos puntos esenciales desde mi perspectiva como el mercado, Marina, los
jarros, el aire melancólico y los traté de imprimir en las fotos con la
influencia de estos fotógrafos”.