Por Noé S. R.
Fotos: Ankit Sood y Charlein Gracia / Unsplash
“Es trágico, ¿sabes?, que al dejar de ser niños perdamos con ello lo que tiene de hermoso serlo...”, escribía a mi hermanita años atrás, cuando la niñez había quedado ya a sus espaldas. Parece -le decía- que cuando la gente crece la cotidianidad absorbe su capacidad de sentir asombro por aquello que, aunque parezca insoportablemente normal y rutinario, en el más profundo sentido sea algo completamente extraño, como una puesta de sol con cielo rojizo y todo el conjunto de fenómenos que se han precisado para que esto llegue a ser así, o como el hecho simple y anonadador de existir.
Pero la capacidad de maravillarse es propia de la infancia, le es inherente al niño. El ser humano viene al mundo sin saber apenas nada de éste ni de sí. Todo es extraño y queda pendiente por descubrir. Es a medida que va tomando conciencia de ambos que también va asombrándose, aunque el nuevo conocimiento termine por matar el misterio y desplazar al asombro. Para un niño cuestiones como “¿por qué las piedras no están vivas?” pueden resultar cruciales y desesperantes, al tiempo que para nosotros pueden sonar más bien estúpidas: las piedras no están vivas y punto, no hay más misterio y ya está. Esas preguntas no nos sientan bien. No es sólo que no nos interese cuestionarnos al respecto, es que tampoco sabríamos cómo responderlas.
El filósofo, por su parte, es movido por ese mismo asombro. No es la duda metódica de Descartes, sino el asombro de los antiguos lo que da a luz a la filosofía occidental. Presenciar el mundo, asombrarse, quedar cautivado por la maravilla y después anhelar comprender sus cómos y porqués ha dado paso a las grandes cuestiones: por qué hay algo en vez de no haber nada, por qué existimos, quiénes somos, hay algo más allá de nosotros mismos y una gran colección de cuestiones y temas sobre los cuales el hombre no ha parado de preguntarse, de buscar. Sin embargo, el motor que nos movía a ello, el asombro, se disipa a medida que el tiempo avanza y el mundo se vuelve habitual, común, insulso.
Paradójicamente, vivir la maravilla nos roba el asombro de vivir.
Vida, filosofía y caminos de reconciliación.
Para Wolfram Eilenberger el punto de partida en ¿Sufren las Piedras?, su libro publicado recientemente en español por la editorial Taurus, son precisamente aquellas cuestiones que sólo un niño puede poner sobre la mesa con completa naturalidad sin sentirse estúpido. Mientras leía el libro en el transporte público camino al trabajo, ratos en los que acababa muy tocado por la lectura, la gente lanzaba un vistazo rápido para ver qué rayos era eso que leía -aquello hacía pensar que leer es visto en ocasiones, sobre todo en ciertos espacios, como una extravagancia- y al alcanzar ellos el título, sin tener mayor contexto, notaba un despliegue de ironía en su gesto.
¿Quién diablos se preguntaría eso de las piedras y, encima, escribiría un libro al respecto? Por eso parece que Eilenberger ha terminado no sólo por escribir un libro de formato interesante, sino que, en el acto, también ha intentado trazar un camino de reconciliación entre el asombro y el adulto a través de la infancia y de la filosofía. Cuando ésta acude al llamado de la vida “cotidiana” hecho en la voz de un niño su tremenda relevancia sepone de relieve.
A medio camino entre el ensayo y el diario, este libro resiste la clasificación y quizá ahí se halle su aspecto más hermoso. La libertad que representa desdibujar las líneas y las fronteras genéricas le permite construir sus capítulos mediante algo así como un contrapunto a dos voces, dos voces cuyos trazos dialogan tierna e íntimamente. Por un lado, el autor lleva anotaciones referentes al devenir cotidiano de la relación padre-hija en las que describe y contextualiza variadas situaciones ordinarias. Por otro, echa mano del saber filosófico histórico para discurrir sobre las cuestiones suscitadas en aquel día a día, enfocando así la vida en su dimensión más práctica y ordinaria desde un ángulo filosófico.
Una de las especialidades del autor es, precisamente, darle este uso práctico a la filosofía. De ahí que los pasajes más discursivos, que van intercalando con las charlas que lleva con su hija, las cuales son finalmente el vórtice del texto, no tienen el tono árido, académico e inalcanzable que cabría esperar de un libro que se subtitula “manual filosófico”. Al contrario, el tono es profundamente íntimo y afectuoso, lo que cabría esperar de las notas que un padre lleva cotidianamente sobre la vida con su hija y que escribe como si estuviera preparándolas para ella; un “pequeño manual filosófico”. Así, dilemas, problemas y los grandes temas filosóficos se anidan en cada capítulo, pero no son en sí el motor del libro. Lo es su hija que, por otro lado, con sus preguntas, forma de descubrir el mundo, e incluso sus berrinches, impulsan la reflexión del autor. Los capítulos, por eso, no están ordenados según un criterio sistemático, es decir, siguiendo el recorrido lógico del andamiaje conceptual propio de un sistema filosófico. Más bien, los capítulos siguen la huella del día a día -lo que tiene también su propia lógica- de Eilenberger y su pequeña, como si de un sistema ordenado por la vida misma se tratase.
Aquí se abordan temas tan “ordinarios” como los amigos imaginarios, las causas de la enfermedad, la existencia de Dios, el amor y la muerte. Los grandes temas humanos. Pero queda la fuerte impresión, como ya se sugirió, de que no es Eilenberger sino su hija quien, sin pretenderlo ni imaginarlo, le marcó el paso al libro. Lo hace, por poner algún caso, en el capítulo titulado “¿Qué hubiera pasado si no hubieras conocido a mamá? De mundos imposibles y amores posibles” en el que la pequeña cuestiona a su padre sobre el escenario ucrónico en el que él y su esposa no se hubiesen conocido. En tal caso, ella no hubiera existido porque, nos dice Eilenberger, cada niño es absolutamente único e individual y, por tanto, solamente en este mundo, tal y como se dieron las cosas, ella existe. Ello le conduce a considerar aquella pregunta que a veces, tras cierta distancia recorrida, o quizá llegados a cierta edad, nos hacemos “¿Y si hubiera elegido este otro camino?”, a lo cual, acaso con algún dejo de leve nostalgia, responde echando mano del eterno retorno nietzscheano para afirmarse en su aquí y ahora tal como es, dispuesto a repetir lo vivido infinitas veces. Todo el libro está plagado de casos semejantes.
El recorrido, ya dijimos, sigue el desarrollo natural de sus conversaciones y de los acontecimientos, mostrándonos así que, volviendo la vista a la infancia, descubriremos una forma novedosa (que, es cierto, siempre ha estado ahí) de encuentro con el mundo y con la vida, al mismo tiempo que exhibe que es posible una filosofía desde la vida y para la vida.