Amaury Estrada Ramírez
Poco antes de la escena final de Los olvidados (1950), la película de Luis Buñuel, Don Carmelo, el músico callejero ciego, interpretado por Miguel Inclán, grita iracundo y fuera de sí al ser testigo del asesinato de el Jaibo: “Uno menos, así irán cayendo todos, ¡Ojalá los mataran a todos antes de nacer!”. Es decir, ojalá los olvidemos pronto, ojalá ni siquiera existieran. ¿Pero quiénes son esos que quisiéramos que ni siquiera existieran? ¿Por qué hay a quienes deseamos olvidar aún antes de haber existido? ¿Quiénes son los olvidados? ¿Quién nos olvidará a nosotros mismos?
Los olvidados es quizá una de las películas más célebres del cine hecho en México. No por nada figura como la segunda mejor película mexicana, elegida entre otras cien por varios críticos y especialistas de nuestro país. Y no por nada es una de las cuatro o cinco películas que forman parte de la memoria de la humanidad, un proyecto internacional dedicado a resguardar el patrimonio cultural, histórico, artístico e intangible de nuestras sociedades. Pero, ¿sabía usted que existe una novela con el mismo título y con muchas escenas similares a las representadas ante la cámara de Buñuel? La novela data de 1944. El guion de la película y su filmación, de 1950.
La controversia, el chisme, dice que Luis Buñuel tomó el nombre, algunos personajes, algunos pasajes, escenas, escenarios e ideas de esta novela de 1944 para su película homónima, misma que le valió un premio como mejor director en Cannes y el reconocimiento de la crítica internacional.
La novela la escribió Jesús R. Guerrero, de Numarán, Michoacán, entre 1940 y 1943. La escribió a partir de la memoria de su pueblo, azotado por la revolución y olvidado del supuesto progreso. Todos sus personajes son unos parias que, en su ideología, él consideró denigrados y denigrantes para ese supuesto progreso; todos sus personajes son unos olvidados, pues.
En 1950, Buñuel estrenó la película y nunca mencionó ni dio crédito alguno a Jesús R. Guerrero. En los créditos del guion aparecen el propio Buñuel, Juan Larrea, Luis Alcoriza e incluso, Max Aub. Todos, españoles en el exilio mexicano, por lo que la película, aunque mexicana, carga además con la polémica de ser, en realidad, española.
El reparto, ese sí es mexicano. Los trabajadores de la producción, seguramente también. En él, en el reparto, aparece otra michoacana, Stella Inda, de Pátzcuaro, y un magistral y memorable Roberto Cobo. Ambos, con personajes que parecieran muy cercanos a la novela de Guerrero: la madre del narrador y “la Vaina”, en el libro; la madre del protagonista y “el Jaibo”, en la película. (Cobo después haría un personajazo tremendo, trans, bajo la dirección de Ripstein, en El lugar sin límites; Inda haría lo suyo, además de como actriz, como guionista junto a José Revueltas, en El rebozo de soledad, de Roberto Gavaldón).
El chiste, el chisme pues, es que Buñuel y sus olvidados alcanzaron fama mundial y un lugar en la memoria de la humanidad cuando su película fue seleccionada como patrimonio histórico-cultural y como parte de la Memoria del mundo, mientras que Jesús R. Guerrero quedó, vaya ironía, en el olvido, pese a lo magistral y emblemático de su novela, desplazada durante muchos años del panorama literario y cultural de nuestro país.
En 2009, el Instituto Politécnico Nacional editó una versión facsímil de la versión publicada en 1944, y es una maravilla. La portada merece una mención aparte, pues respetó la ilustración original e incluso la tipografía de la primera edición, tan años cuarenta. El facsímil también incluye el prólogo que José Revueltas le dedicó con mucha admiración a R. Guerrero y con el que, de verdad, después de leer el libro, no puede uno estar más de acuerdo, puesto que como él menciona, la novela resulta un golpe al lector y a la historia misma de la literatura mexicana como precursora de lo que después, con tanto bombo y platillo (no por ello menos meritorio) harían Yáñez, Rulfo, Arreola, Rubén Romero y el mismo Revueltas: hablar de los otros, del margen, de la orilla, de lo olvidado.
Sin ánimo de juicio y menos de sentencia, me aventuro a decir que sí, que entre novela y película existen varios puntos de roce. Sin embargo, también es necesario precisar que son más las diferencias. Sí, hay escenas, escenarios, personajes, situaciones muy semejantes, pero existe una dirección general que las hace completamente diferentes. La novela se sitúa en pleno avance y culminación de la revolución mexicana, en el pueblo de Numarán, Michoacán y en una ciudad de la que no se nos dice el nombre. La película se ubica en los inicios de la industrialización, en las orillas de la ciudad de México. Mientras que muchas de las narraciones de la novela tienen un tono y un contexto campirano, la película es, desde la narración inicial, urbana. Al inicio de la ella, la voz de Ernesto Alonso nos ubica con algunas referencias en el contexto de las grandes ciudades: Nueva York, Londres, Paris y la Ciudad de México. Las situaciones narradas ocurren en la entonces periferia, ahora la colonia Roma, Tlatelolco. La novela describe el bajo mundo de un pueblo; la película, los arrabales de la ciudad.
El centro, el punto de contacto entre ambas obras es la miseria, la situación precaria, las penurias de sus personajes, la violencia a tientas, el día a día, el olvido. Y quizá, su mayor coincidencia es traer ese mundo al primer plano; eso que nos negamos a ver, que no queremos tener presente en el supuesto progreso, nos es desenmascarado bajo el contexto de la postrevolución (en la novela) y del progreso (en la película). En los olvidados de esos supuestos triunfos es donde ambos relatos atisban, clarean y, bajo los ojos de Buñuel y de R. Guerrero, se proyectan hacia los demás: lectores y espectadores.
En la novela resulta más evidente por las situaciones narradas y producidas después de la revolución: los colgados, los abusos, los caciques, los padrotes, la reconstrucción, los campesinos, las violaciones, la pobreza, el hambre. La película hace lo suyo al traer a la luz los resultados -y con ello los márgenes, el atraso- de ese movimiento armado; después de la revuelta vino el progreso, pero ese avanzar significó también el rezago de muchos otros, los que siempre han estado en las orillas. Ahí, en ellos, es donde tanto R. Guerrero como Buñuel atinaron a ejercer su perspectiva, su visión. Si un relato está basado en otro, está bien, si no, también. La coincidencia, más allá de lo relatado está en lo vivido. Basta con caminar por los márgenes, las orillas de cualquier ciudad o pueblo actual para darnos cuenta de ello. Seguimos donde mismo. El olvido está a la vuelta de la esquina.
Más allá de la polémica, generada por cierto por la hija de R. Guerrero hace apenas unos años, la intención de este texto es traer al presente ambas visiones: la del cineasta, la del novelista. Incluso más allá de sus obras, por lo presente, lo actual de sus temáticas. Baste leer, el libro, ver la película para detenernos un momento, bajarnos del supuesto progreso diario y preguntarnos a nosotros mismos, hoy en día, ¿quiénes son los olvidados? ¿Quiénes están en la orilla? ¿A quiénes nos negamos a ver? ¿formamos parte de ellos? ¿Quiénes son nuestros propios olvidados? Acercarnos a ellos ya sea con la novela, ya sea con la película es dar un paso adelante, es reconocer al otro y por tanto, reconocernos a nosotros mismos.
Este texto no quiere sino recordar de pronto a Jesús R. Guerrero y al mismo Buñuel que, aunque muchos no quisiéramos, para muchos otros comienzan a estar olvidados. Quizá la fama del cineasta alcance para llegar a muchos rincones, a muchos ojos, a muchas visiones, pero quizá haga falta traer la novela de R. Guerrero a la discusión no por polemizar, simple y sencillamente, para completar el cuadro, para dialogar y entonces sí, reflexionar de cuáles de los olvidados formamos parte.
Buñuel, L. (2012). Los olvidados. Ciudad de México, México: Televisa Home Entertainment
Rodríguez Guerrero, J. (2009). Los olvidados (edición facsimilar). Ciudad de México, México: Instituto Politécnico Nacional.